¿Qué le pasará a Nicolás?


Igor García

A muchos seres que llegan al poder se le alteran las conductas, al punto de que la historia los considera luego como desquiciados. Los hay en demasía. Tenemos, por ejemplos, a Nerón, quien se quedó mirando como ardía Roma bajo sus órdenes; también se recuerda con los mismos síntomas a Calígula, a Stalin, a Hitler, a Idi Amín y quizás, también se incluya, con el tiempo, a Nicolás Maduro.
Esa desfachatez de bailar como un desaforado mientras la población del país trabaja por el precio de un almuerzo de cafetín de barrio lo lleva a parecer como un ser fuera de la realidad que lo circunda.
Su capacidad de mentir rebasa todas las expectativas. Dura horas enteras frente a las cámaras de televisión en un éxtasis narcisista que lo lleva a vaciar largas peroratas sin sentido que nadie cree, pero que aplauden sin ningún entusiasmo los presentes en sus reuniones.
El último detalle de su historia lo constituye su creencia de que es el Soberano. “Yo, El Supremo”, como catalogara Augusto Roa Bastos su obra sobre el tirano José Gaspar Rodríguez. Para este delirio contó con la aprobación de sus falsos profetas, los mismos que aplauden sus chistes sin gracia y sus ocurrencias ofensivas contra todo aquel que emite opiniones contrarias a las suyas.
De nada le ha valido el epíteto de “hijo de Chávez” que le dieron en la campaña relámpago que lo llevó a la Presidencia de la república, porque, mientras aquel llamó a un referéndum para preguntarle al “Soberano”, depositario del poder constituyente originario, sobre su decisión de cambiar la anterior Constitución de 1961, éste se arroga el derecho de ser el mismo, y ningún otro, el propio pueblo, pudiendo decidir por él sin ni siquiera preguntarle nada de nada.
Pero el desquicio no queda allí. Al parecer también se apropia del derecho de escoger los diputados constituyentistas, a los organizadores del proceso y de seguro va a esperar un poco para señalar cuándo será el día de la votación, los posibles candidatos y hasta la reunión con sus acólitos en el balcón del pueblo para anunciar su gran triunfo.
Es que el poder enferma, indudablemente. Esa afección evita entender que el artículo 5 de la Constitución señala los caminos por donde transita el Soberano para ejercer su soberanía y que el 347 obliga a ese Soberano a decidir sobre las propuestas que pudieran presentar los sujetos mencionados en el artículo 348.
Allí está todo clarito. Lo demás es cuento de caminos. Por supuesto los magistrados tarifados ya deben estar firmando la sentencia por medio de la cual se le declara representante único y universal del Soberano y que bastará con su voto para que  todo quede resuelto.
Ya lo demás será cantar y bailar. Llegarán los dólares a granel, se pagará la deuda externa, se acabará con la inmunidad parlamentaria y él mismo podrá escoger a los nuevos diputados y se colocará una corona de zar o de emperador, como Napoleón Bonaparte.

La mala noticia para Nicolás es que su tocayo ruso, Nicolás II, quien también se deleitaba cuando su pueblo padecía de hambre y necesidades, tuvo un final poco feliz; el otro, Nicolás Ceausescu, de Rumanía, también terminó sus días de poder de una manera poco agradable. Viéndose en esos espejos y llevando el mismo nombre, debería escuchar el refrán popular que reza: “Cuando veas la barba de tu vecino arder, pon las tuyas en remojo”, no le vaya a pasar como al rumano, a quien, en el momento menos indicado lo dejaron solo y terminó frente a un pelotón de  soldados cargados de odio. 

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