Lo que se conoce como Paseo Los Próceres es un
sistema que nace en la Plaza las Tres Gracias y culmina en la Academia Militar
de Venezuela.
Igor García
Juvencio Camacaro no sabía que aquella avenida donde montaba
guardia con su uniforme de policía militar algunos días y en algunas noches,
cuidando a corredores, ciclistas, patinadores y paseantes, podía explicarle
parte de la historia de Venezuela que aprendía en los liceos, a donde acudía a la par que cumplía con su servicio militar.
Fue su abuelo quien lo llevó a pasear por todo aquello que
llamaron Sistema Vial de la Nacionalidad. El había trabajado allí. Eran los
años 50. Muchos hombres del campo dejaron el machete y el arado y partieron
hacia las ciudades en búsqueda de las mejoras que ofrecía la capital cambiante
del gobierno de Marcos Pérez Jiménez.
Aquel anciano miraba al nieto con admiración. Llevaba su
nombre y lo vio crecer en ese Tocuyo de tamunangues y San Antonio, de cañas y
centrales azucareros, de carnavales y de golpes sonsacados al cuatro, a la
bandola y las maracas. Ahora, vestido de verde, de botas lustrosas y boina, con
jinetas de cabo primero, ya era un hombre, con una edad similar a la que él
tenía cuando bajo la voz de un capataz italiano, picaba la tierra para dar paso
a esa fuente que le mostraba a su sucesor.
¾
Aquí trabajé. En donde están estas estatuas.-
dijo el anciano.
El soldado miró el
lugar. Aquello le pareció esplendoroso: Tres mujeres desnudas, abrazadas llenan
el centro de la fuente, dando inicio a este homenaje a la patria. A sus derechas,
la gran universidad Central de Venezuela y frente a ellos una larga avenida con
un paseo arbolado al centro.
Aquel soldado miró
aquello sin pronunciar sonido alguno. Era el Paseo Los Ilustres: Un monumento
para invocar a aquellos civiles que dieron la intelectualidad a su patria,
ayudándola a engrandecerse. Mientras caminaban el abuelo le explicaba al
soldado que aquellas tres mujeres eran: La belleza, las artes y el
conocimiento. Metió su mano en el paltó que parecía acompañarle siempre que
salía de su pueblo y sacó un folleto amarillento, con fotos grisáceas y poco
contrastadas. Allí decía que Antonio Canova, un escultor italiano que vivió
entre 1757 y 1822, había sido el primero en realizar esta obra, allá en su
tierra europea. Ésta era una réplica hecha por otro artista italiano llamado
Pietro Ceccarelli, en 1925.
Le mostró la foto del escultor. Miró hacia el sur y fijó la
vista en la avenida de inicios redondeados, donde, a lado y lado, los vehículos
parecían formar una isla por donde los peatones tenían amplio espacio para caminar y restos de una serie de bancos
para descansar que habían desaparecido paulatinamente por causa del vandalismo
y del accionar del tiempo.
Su compadre Melecio Herrera había trabajado en la otra
plaza, en la que estaba al final de aquella avenida, llamada de Los Símbolos.
Tomaron el Metro y al bajarse en la próxima estación el anciano evocó el tiempo
en que se construyó el viaducto por encima de la autopista, la colocación del
piso, en forma de rompecabezas, el sembrado de grama y los arbustos que
conformaron ese paseo.
Juvencio, el soldado, Miró la estatua de la mujer
semidesnuda, al indio con la lanza y al negro con la antorcha. “Aquí dice que
esas figuras representan a las razas que formaron Venezuela. La mujer es blanca
y lleva la bandera y la corona de laureles. El indio es el que tiene la lanza y
el negro es el hombre de los pantalones arremangados”, Siguió leyendo en el
libro que también estaban representados allí La bandera, el Escudo y el Himno
Nacional. Era la representación de los Símbolos de la Patria y fue realizada
por un hombre llamado Ernesto Maragall.
Símbolos de la Patria, Bandera, Himno Nacional, Escudo,
blancos, indios, negros. Todo lo había escuchado antes en sus clases de bachillerato y nunca, en las veces que pasó por allí, se había percatado de la
existencia de la estatua ni de la avenida ni del paseo Los Símbolos ni del Paseo
Los Ilustres ni de las Tres Gracias.
Ahora avanzaban a paso lento por el paseo central. El
edificio del Instituto de Previsión de la Fuerza Armada y al fondo un gran
monumento familiar para el soldado. Un indígena sobre un caballo monumental
apuntando al horizonte. Abajo, un rectángulo similar a un gran espejo,
proyectaba las nubes, los jardines, los escalones de acceso y las fuentes de
ninfas y de Júpiter escupiendo agua hacia su tridente.
¾
Aquí dice que llegamos al Paseo de Los
Precursores –inquirió el anciano ojeando su documento.
¾
Yo siempre lo he conocido como Los Próceres.
Tuvo que explicarle que cada uno de los sectores tenía un
nombre diferente. Los Próceres era más adelante, allá donde se ven cuatro
monolitos: Dos gigantes y dos más pequeños, donde están las estatuas de los
generales en jefe que comandaron los ejércitos libertadores.
El indio sobre el caballo, también era una obra de Ernesto
Maragall, fue vaciada en bronce y representa la resistencia indígena. Aquí se
detuvo el anciano y mostró las fotos a su nieto. “Mira los uniformes”, le
inquirió, y mostró a varios soldados que parecían salir de la piedra para
lanzarse en el espejo de agua. “Esos están allá, abajo. Yo siempre hago rondas
por esa plaza”, explicó el soldado.
Bordearon unas copas jardineras y al bajar las escaleras
Juvencio, el viejo, miró los escalones y golpeó suavemente con la punta de su
zapato la pared y el borde de la escalera. “Esto no era así, en el principio.
Yo recuerdo que todo era de mosaico. Dice esta revista que era mosaico
veneciano esmaltado y vitrificado”, explicó mientras observaba un párrafo
subrayado por él hacía muchos años
atrás.
Cuando llegaron al final del paseo, rodeando fuentes,
jardineras, bancos y transeúntes, enfrentaron cuatro bloques imponentes. Dos
bajos y dos altos. Una gran inscripción: La Nación a sus Próceres y sobre los
bloques bajos, en la parte interior, las estatuas de los artistas Attilio Selva
y Arturo Dazzi que representan a Bolívar, Sucre, Páez, Urdaneta, Soublette,
Arismendi, Piar, Bermúdez, Brion, Ribas y Miranda.
A los lados los nombres de las batallas que decidieron la
suerte de la República y sobre los monolitos grandes, figuras en alto relieve
de las batallas de Carabobo, Pichincha,
Boyacá y Ayacucho, también producto del trabajo intelectual de Maragall.
Los dos Juvencio se detuvieron largo rato bajo los
monumentos. Leyeron todo lo que le permitía la mirada y proyectaron la vista
hacia el final, donde un indio parece tapar con su mano la luz para divisar a
la distancia. El sargento de la recorrida reconoció al cabo Juvencio. Se
saludaron y el anciano le explicó que había sido uno de los trabajadores de ese
gran paseo y por eso había aprovechado para recorrerlo con un folleto que le
regaron el día de la inauguración.
El sargento los llevó en un vehículo hasta la Academia
Militar. Sintió curiosidad por aquella revista y le pidió al anciano que se la
mostrara. Leyó con claridad que aquel indio que mira hacia el horizonte no hace
más que observar la historia patria, en sus batallas, sus patriotas, sus
símbolos y sus hombres ilustres y que aquella obra de Alejandro Colina, “La
Vigilia del Indio”, es la imagen de la vigilancia, la inteligencia y la
observación permanente de nuestra historia.
“Es así como debemos estar ahora, señaló el sargento
mientras admiraba con detenimiento la obra de Colina”. El viejo se colocó bajo
la estatua, tapó con sus manos el resplandor de la tarde y trató de mirar, como
el indio, el futuro de esa patria y de esos nietos que ahora se hacían los
dueños de esta historia.

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