
Igor García
En aquella Caracas de 1788, cuando Venezuela contaba con un capitán General y la catedral se erguía con magnificencia para recibir los domingos a las mujeres encumbradas con sus mantos y trasladadas en calesas o en carruajes cargados por esclavos negros, algunos presos se paraban a la puerta de la iglesia con la finalidad de pedir las limosnas que servirían para su sustento.
Para los fieles no era sorpresa mirar a esos pordioseros semidesnudos, desgreñados extender sus manos con ademán suplicante en procura de una moneda de baja denominación, porque no había recursos para comprarles ropa ni tabaco ni comida suficiente para su nutrición.
La orden fue emitida por la Real Audiencia de Caracas en 1788. En la misma se dispuso que se colocara un arca que dijera: “Pobres de la Cárcel”, con una cadena y candado, para que la gente depositara allí sus limosnas.
La orden establecía que durante el día algunos presos pudieran acercarse a las rejas para llamar a los transeúntes y solicitarles su ayuda y en otras se les permitía, bajo vigilancia, acercarse a la iglesia de Catedral, con su caja de limosnas, para obtener de los fieles la ayuda necesaria para subsistir.
Esta arca o receptáculo para recibir las limosnas debía ser resguardada de las manos de los pedigüeños, por lo que no se les permitía utilizar sombreros ni otro artilugio que pudiera permitirles quedarse con las monedas.
El producto de las limosnas se transformaba en tabaco para todos los recluidos y en vestimenta para aquellos que no tenían familia ni recursos para llevar ropas decentes.
La Real Audiencia optó por recurrir esta alternativa con el fin de garantizar los recursos mínimos para las personas que estaban privados de su libertad. Al parecer, su duración no se prolongó por mucho tiempo, debido al incremento de las rentas y a la utilización de los vagos para los oficios de la agricultura en las haciendas de las cercanías.
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